Se dice que cada uno de nosotros es un ser con mensaje, una entidad forjada en palabras. Somos, en esencia, nuestra palabra. En el transcurrir de nuestro paso efímero por esta tierra, nuestro ser –la mente, el espíritu, la carne, como queramos llamarle– porta un mensaje, una voz que nace de lo más profundo del pensamiento. Esa voz, creo, debe ser comunicada en nuestra vida, aquí y ahora. Son palabras que llevan consigo la luz de una reflexión, un destello que bien podría señalar, aportar, criticar constructivamente al mundo, a la sociedad, a la humanidad que somos, fuimos y aspiramos a ser.
Porque cuando ya no estemos físicamente… será
demasiado tarde. Más que tarde, será una pérdida irreparable, un vacío teórico
irreemplazable, único, tejido por una persona que vivió en un tiempo y espacio
concreto. Ese mensaje, si llega a publicarse, si es impreso, tallado en un
mural, pintado o simbolizado, trasciende. Se proyecta no solo hacia uno mismo,
que sería mera subjetividad, sino hacia el otro, hacia los demás. Como yo,
ahora, al escribir estas líneas para un futuro que nace del pasado, alimentado
por quienes ya no están. Y luego, publicarlo de alguna manera, en cualquier
medio que llegue al Ahora. Creo que es nuestra responsabilidad, como seres
maduros, morales y conscientes, no guardar silencio mientras vivimos y
disfrutamos –que, sin duda, es valioso–, sino también con-vivir, y hacerlo de
la mejor manera posible hoy y mañana.
No debemos, entonces, dejar escapar esa
oportunidad ontológica y ética. Pues, al escribir, dejamos huella en el tiempo
futuro, develamos el ser que fuimos, nuestra visión particular del mundo y el
tiempo que habitamos. En ese mensaje se encierran los instrumentos
humanizadores que buscan mejorar(nos) y, a la vez, alertarnos de aquellas
fuerzas que podrían deshumanizarnos. Y, aunque en ese futuro ya no estemos,
nuestro ser… perdurará. No solo como un recuerdo distante, sino como un
“espíritu” que sigue obrando a través de las palabras, pensamientos y obras
publicadas. Ellas se alzan en el aire semántico del tiempo y extienden sus alas
hacia las almas futuras que quieran escucharlas, leerlas, abrigarlas, hacerlas
suyas… y continuar, con ellas, la labor de mejorar nuestra sociedad y el mundo.
Porque, al hacerse públicas nuestras palabras, se
desprenden de nosotros y entran en el territorio de la imparcialidad. Se
convierten en semillas de un pensamiento crítico, pero sensato, impregnado de
prudencia, inteligencia, y serenidad meditativa… compasiva.
Esos mensajes de los que hablo han quedado
impresos desde tiempos inmemoriales en papiros, murales, piedras, maderas... y
hoy, en libros, artículos, publicaciones, notas, cartas, ensayos, blogs, y más.
Sin embargo, lo que predomina en la actualidad, en su mayoría (aunque no
todos), es la obra de “especialistas” –y no los desdeño, por supuesto–, sumidos
en su propio ámbito de conocimiento. Mi deseo, sin embargo, es que todos,
especialistas o no, es decir, la cosmoPolis, la ciudadanía en su conjunto, sin
importar de dónde, cuándo o quién, dejen impreso, esculpido o plasmado su
mensaje; aquello que anhelan decir al mundo, lo que deseen aportar. Que su
visión, su sesgo, enriquezca al mundo, ya sea con palabras o símbolos a ser
descifrados.
Hoy, más que nunca, esto es posible. La
accesibilidad y la permanencia de los mensajes han encontrado un nuevo hogar en
los medios modernos, en esos espacios gratuitos de internet donde uno puede
subir sus escritos, permitiendo que su mensaje tenga una “vida imperecedera”.
Estas publicaciones, ya sean vistas o escuchadas por conciudadanos de cualquier
rincón del mundo, en cualquier dispositivo conectado, o a través de los medios tradicionales,
en papel o formato auditivo, cruzan fronteras y desafían al tiempo.
Pero no puedo pasar por alto, ya que he tocado el
tema del internet y el mundo digital –el web 2.0, y ahora el 3.0–, un llamado
importante: ¡A ser maduros, nosotros, los mayores! No nos
dejemos arrastrar por la estupidización ni la adicción tecnológica que hoy
envuelve al planeta. Vivimos en un mundo globalizado, y no solo los mercados y
las finanzas se han globalizado, también lo ha hecho la necedad de quienes
pasan horas y horas ante una pantalla, frente a un smartphone que, aunque
parezca conectar, a menudo desconecta. Este fenómeno global, ese
"mirar" la vida de los otros, copiar y pegar, seguir la última
noticia, el último rumor, lo que debemos comprar, decir, sentir, ha capturado a
tantos. Y mientras tanto, nuestra propia vida, el tiempo limitado que se nos ha
concedido para vivir y disfrutar con quienes amamos, para experimentar el aquí
y el ahora de cada instante real, se difumina frente a una pantalla…
¡PUFFF!
"Cada uno con lo suyo" –me dirán–, y
claro, no lo discuto. Pero, entonces, después no nos quejemos cuando todo
parece ir mal, cuando el tiempo nunca alcanza, cuando el trabajo, la familia,
los hijos, el gobierno, la sociedad... parecen cargar con la culpa. No te desligues
de tu responsabilidad, del tiempo que debes ofrecer al otro,
transfiriendo la culpa o cargando en terceros el peso de tus propios errores.
Porque así, simplemente, actuarás como un adolescente inmaduro, buscando una
“inmortalidad” que no existe, como un Peter Pan moderno, aferrado a una ilusión
de eterna juventud que, en realidad, solo es decadente, falsa, deprimente y
ruin.
Retomo la idea central de este escrito… –perdón
si me desvié y quizás me exasperé, pero es algo que me indigna–. Regreso, pues,
al tema. En este pensar y escribir con el fin de "mejorar", creo
necesario aclarar algo: si al escribir –y en especial en estas líneas que
usted, tú, ahora lees– hay alguna carencia en la “buena semántica” o en el
refinamiento de la prosa, no debe haber temor, pudor o resignación. No se trata
de alcanzar una perfección estilística impecable, sino de expresarse,
de plasmar en palabras esos pensamientos que merecen ser publicados, de
comunicar con la autenticidad que cada uno posee. Lo importante es atreverse a
compartir esa “forma” única de pensar y escribir, con el estilo que se tenga.
Si después se desea perfeccionarlo, será decisión de cada quien. Pero lo
primordial es comenzar. Empezar a escribir esos pensamientos
que rondan nuestra mente y habitan nuestra conciencia, para que, al ser
meditados con sensatez y coherencia, cobren vida al ser escritos y publicados.
Es en ese momento cuando las palabras no solo
adquieren sentido, sino que se tornan vivas. Reflejan la vida de cada uno, los
matices éticos que aportamos hacia un proyecto común… comunitario, fraternal,
ciudadano. Un proyecto que sea verdaderamente cordial, es
decir, del corazón y para el corazón. La palabra cordial
proviene del latín cor, cordis, que significa corazón, y el sufijo -al
nos habla de aquello que tiene la capacidad de fortalecer este órgano vital. La
cordialidad es más que un gesto amable; es una virtud que enriquece el alma, un
bálsamo que, al igual que una pócima para un enfermo, cura el espíritu. Ser
cordial, entonces, es ser un remedio moral y espiritual, una medicina que
busca, en su más pura esencia, la virtud.
A veces, creo que si nos detenemos demasiado en
pulir cada palabra, en buscar que nuestro escrito sea estéticamente bello o que
"agrade a todos", corremos el riesgo de no escribir ni publicar nada.
O, peor aún, de desvirtuar la esencia, ese “núcleo duro” que nos define y que
queremos aportar al mundo. No perdamos nuestra autonomía.
Seamos valientes, raros, incluso utópicos si es necesario, en esos momentos de
creatividad o inspiración. ¿Por qué no? Nadie nos priva de ese legítimo estado
de ser. No caigamos en el unidimensionalismo semántico y moral, tan propio de
sociedades donde el automatismo nos empuja a estar donde nos dicen, a ser lo
que nos imponen.
Creo firmemente que el futuro debe
protegerse. Hay que cuidarlo con esmero, estar atentos a quienes
pretenden moldearlo según sus intereses. El futuro no se salva mañana; se
salva hoy, comenzando ahora mismo, mojándonos en la faena del
presente. A las generaciones que vendrán, debemos dejarles, en esos mensajes y
escritos ciudadanos de los que hablo, las herramientas, los conocimientos, los
sentimientos y las experiencias. Dejemos un testimonio honesto de la realidad
actual, de un presente que proyecta su sombra hacia su mañana, y que bebe, en
parte, del ayer. Todo ello, con franqueza, sin dogmas ni ideologías
malintencionadas, sin intereses ocultos. Solo así podrán los que vengan, desde
su libertad de ser, pensar, debatir, deliberar y, finalmente, tener algo que es
crucial: esperanza.
Para nada se busca que los demás piensen como
uno, ¡por favor! El telos, el fin último, no es imponer
pensamientos, sino fomentar que cada uno piense por sí mismo. No podemos ser
tan hipócritas, deshumanizados y moralmente crueles con nuestros hijos,
sobrinos, nietos, vecinos, amigos, con los niños nacidos y por nacer, que serán
los habitantes de ese mañana que llegará en unos años, en un lustro, en una
década o en siglos. No importa cuándo será ese futuro, porque
no es solo una cuestión de tiempo, sino de horizonte moral, de
la calidad de nuestra humanidad. Hacia ese horizonte debemos caminar, aunque
nunca lo alcancemos. Lo esencial, como bien decía Sócrates a Aristodemo, es
que, “caminando juntos, deliberemos sobre qué hacer y qué decir”.
Y hablando de lo que debemos decir: hoy en día,
en general, en las conversaciones cotidianas, en las discusiones, en las
charlas "de café" o en la televisión vacía, se habla
mucho de hechos, pero muy poco de valores, de ética. Y menos aún se escribe
sobre ellos. "Eso de los valores es muy subjetivo", se suele decir.
Cuando se analizan o debaten, estos temas suelen quedar confinados a los
centros de estudios especializados, a los claustros universitarios. Allí, entre
esas paredes, los valores se discuten, se disecan, pero rara vez se llevan al
ámbito público. Aunque algunos intentan sacarlos a la luz, la propia estructura
institucional del saber tiende a mantenerlos encerrados en ese espacio
“seguro”.
¿Cómo, entonces, pretendemos mejorar como
ciudadanos si lo poco que se escribe o se publica sobre valores en la calle
está centrado únicamente en el éxito, el dinero, la eficiencia, y la
efectividad? Estas son las virtudes de una sociedad consumista, pero
no las de una sociedad justa o humana. Es urgente que demos un giro, que
replanteemos nuestra situación actual con la mirada puesta en el futuro. Pensemos,
meditemos, escribamos, publiquemos... ¡YA!.
Recojo aquí las sabias palabras de Emilio Lledó,
quien nos invita a eternizar las voces humanas:
“Nada refleja con más intensidad el nuevo mundo
de la cultura que ese universo del lenguaje escrito, sobre el que se ha
construido el largo camino de la tradición. Ese mundo escrito no solo sirve
para sostener, resonando a lo largo de los siglos, la voz de los hombres, sino
que, al mismo tiempo, esa resonancia permite adivinar otros sonidos, intuir
otras formas de sentir y percibir cada presente —ya pasado para nosotros— de la
historia. Las letras obran el prodigio de rescatar el tiempo de su irremediable
fluir, de su inmersión en el pasado, y mantenerlo vivo, convertido incluso en
futuro. Porque la forma de escritura, TODO TIEMPO ES YA FUTURO, A LA
ESPERA DE UN POSIBLE LECTOR (las mayúsculas son mías)”.
Reitero. Cuando intento expresar mi pensamiento,
sacarlo de las profundidades de mi conciencia y convertirlo en voz o en
escritura, la cotidianidad puede interferir en la meditación de esas ideas. Sin
embargo, esa misma cotidianidad puede, mis propias intuiciones, al mismo
tiempo, ofrecerme herramientas aleccionadoras, tomadas de la vida diaria, esa
en la que todos estamos inmersos. Muchas veces, la experiencia diaria, para ser
comprendida y narrada, no puede encasillarse en esquemas semánticos clásicos.
Se desborda, se rebela contra ellos, porque se mueve en múltiples contextos,
entre folclores, culturas y ámbitos que transforman su esencia.
Por ello, la escritura sincera, franca y cordial,
sin tantas interferencias mentales o gramaticales que puedan condicionarla—ya
sea por una racionalidad extrema o por un apasionamiento desbordado—puede
acercarnos lo más posible a una experiencia de primera mano, y
de ahí a una moral de primera mano. Sé que no es fácil, pero
tampoco es imposible acercarse. Hay que intentarlo. ¿Para
qué?, se preguntarán algunos. Creo que para ejercer, como
decía Nietzsche, como un médico (y que se me permita el respeto hacia esa noble
profesión). Debemos ser los que hoy diagnostiquen, para que mañana podamos
curar. Y, ¿curar qué? La sociedad que nuestras generaciones dejarán a las
futuras, una sociedad que, basada en valores, presenta, a mi entender, una
grave y aguda patología.
Todo este ejercicio intelectual—sí, lo llamo intelectualismo
ciudadano (no en el sentido académico)—se alinea con la idea de que,
como bien se define, el intelectual es aquel que “estudia y reflexiona
críticamente sobre la realidad y comunica sus ideas con la pretensión de
influir en ella”. Y, ¿cómo comunica esas ideas? Puede ser de manera oral, pero
primordialmente lo hace a través de la escritura. Esa escritura franca y
sincera, esa que refleja las limitaciones de las palabras, a veces desgastadas
y toscas, que se trazan en el papel. Esas palabras pueden iluminar el propio
ser. Serás todo tú en lo que escribas. Todo tu ser—carne,
mente y corazón—se proyectará en esas palabras. Esa razón corporal, viva, que
siente e interpreta el mundo de forma única e inalienable, quedará plasmada.
Pero entonces, ¿todo es relativo y cada uno tiene su propia razón? No lo creo.
Y me explico.
Vivimos en una sociedad que se precia de ser
libre, donde cada uno puede opinar lo que desee: en la calle, en las
instituciones, en los medios de comunicación, en blogs o cátedras. Sin embargo,
ahí no termina todo. Si queremos dar razones,
si queremos fundamentar nuestras opiniones, debemos ser conscientes de que, al
salir al mundo, nuestras palabras volverán a nosotros, exigiéndonos razones y
responsabilidad. Entrarán en el espacio de la imparcialidad, en el terreno de
la deliberación, y allí tendremos que pensar dos, tres o más veces lo
que opinamos, porque debemos fundamentar, amigos
míos. Ese detenerse a reflexionar varias veces no es censura, ni significa que
alguien se sienta oprimido al expresar lo que piensa. No, no. Es un
ejercicio de coherencia, de madurez, de responsabilidad, sobre todo
cuando tratamos temas que son, y serán, los fundamentos de nuestras sociedades
y de nuestra humanidad.
Sé que es difícil deliberar, pero no es
imposible. Mientras tanto, los opinólogos nos ensordecen, diciendo lo primero
que se les ocurre. Para ellos, ¿para qué pensar, reflexionar o debatir? Su
única misión es llenar un espacio, seguir los dictámenes del mercado y hacerlo
todo lo más rápido posible. Para estos, “No
hay tiempo”—o mejor dicho, “dinero—que perder”.
La escritura liberada, de la que hablaba, no es
un acto deliberado de desdén ni indiferencia. Esa "limitación"
en la escritura, que menciono, no es más que la esencia misma de nuestra
condición única y experiencial. Es la huella de nuestra existencia, que se
relata con franqueza, con la verdad que uno se debe a sí mismo, pero sobre todo
a los otros—a ti, lector. Esa coherencia interior de la que
tanto hablaba Sócrates, y más cerca en el tiempo Nietzsche, es la primera
conquista necesaria para poder escribir con autenticidad.
Es cierto, claro, que en nuestros pensamientos,
en nuestras palabras y en nuestras frases resuena mucho de otros. Hay ecos de
otras voces, inevitablemente. Y aunque hablo del futuro y de las generaciones
que vendrán, no debemos olvidar a las pasadas. A aquellos que, cercanos o
lejanos, conocidos o desconocidos, han pensado, trabajado y proyectado hacia su
tiempo, y cuyo esfuerzo ahora debemos agradecer. Porque cada uno de nosotros
nace ya inmerso en un lenguaje, en una cultura, en relatos y estructuras que,
en cierta medida, nos constituyen. Como decía Montaigne: “Yo no cito a
otros más que para expresar mejor mi pensamiento”.
En este ejercicio de reflexión, cuando alcanzamos
una edad de madurez, debemos comenzar a ejercitar nuestra libertad de
elegir. Pero elegir bien. Ser elegantes en el más profundo sentido de
la palabra, como nos recordaba Ortega, ser responsables de nuestras acciones.
Él mismo nos lo explicó claramente:
“En el latín más antiguo, el acto de
elegir se decía elegancia, como de instar se
dice instancia. Recuérdese que el latino no
pronunciaría elegir, sino eleguir.
Por lo demás, la forma más antigua no fue eligo,
sino elego, que dejó el participio presente elegans.
Entiéndase el vocablo en todo su activo vigor verbal; el elegante es el
‘eligente’, una de cuyas especies se nos manifiesta en el ‘inteligente’.
Conviene retrotraer aquella palabra a su sentido más noble, el originario.
Entonces tendremos que, no siendo la famosa Ética sino el arte de elegir bien
nuestras acciones, eso, precisamente eso, es la Elegancia. Ética y Elegancia
son sinónimos”.
Por lo tanto, la elegancia no es solo cuestión de
formas, sino de fondo, de ética. Es ese acto profundo y responsable de elegir
con sabiduría nuestras palabras, nuestras acciones, y nuestra vida.
Ser elegantes es, en esencia, ser éticos.
Debemos conocernos, investigarnos, explorar
aquello que resuena con nuestros gustos, nuestros estudios, nuestras vivencias.
Desde ese lugar íntimo, esforzarnos por hallar nuestra propia voz, esa
particularidad que nos define y nos diferencia: el carácter.
Una palabra que, etimológicamente, proviene del griego kharakter, que
aludía a quien grababa, marcaba o tallaba en piedra o a fuego símbolos, dibujos
o palabras para que quedaran para la eternidad. Curiosa coincidencia, ¿no? Se
complementa perfectamente con el acto de escribir.
En algún texto anterior mencionaba que no me
considero "bueno" en esto de la escritura, y explicaba el porqué.
Quizás sea oportuno recordarlo, citando nuevamente lo que dije en su momento:
“…lo que escribo, lo que dejo plasmado en
palabras, reconozco que no está 'bien' escrito o redactado, o que mi prosa no
es la ‘correcta’. El tema es que, primero, mis estudios superiores fueron en
administración de empresas y comercialización. Hoy en día podría considerarme
un autodidacta en el arte, alejado de la lengua, de la escritura, del oficio de
redactar textos. No soy escritor. Pero eso no me importa y no me impide
hacerlo, como ya dije antes. Siento que tengo la obligación moral de decir lo
que pienso y plasmarlo, porque solo hay una vida, un solo tiempo, un solo
contexto para que esas palabras cobren existencia. Aunque no posea una
habilidad depurada para escribir, soy un ser pensante, y al meditar mi
pensamiento, mis ideas, siento que DEBO dejarlas plasmadas. Sé que, en cada
escrito, la idea general se entiende. Tal vez, al dejarlo para la posteridad,
pueda servirle a alguien. O tal vez no, pero allí quedará mi palabra, mi
pensamiento, mi ética deseada…”
Plinio el Joven decía: "No
hay escrito, por malo que sea, que no contenga algo bueno". Y en ese
sentido, escribir no es tanto un acto de perfección formal, sino de
autenticidad. Es un deber íntimo, casi moral, porque detrás de cada palabra que
dejamos impresa, hay una vida, una experiencia, una visión que puede iluminar o
resonar en otros, incluso mucho tiempo después.
Con lo que expreso aquí, no pretendo en absoluto
desdeñar la "buena" escritura, ni restarle valor al placer que
proporciona una prosa bien estructurada, pulida y acompañada de una correcta
ortografía y gramática. Son aspectos importantes, sin duda, y es innegable que
nos deleitamos al releer una y otra vez ciertos textos. Sin embargo, para ser
franco, debo reconocer que todo esto que enaltezco, se destaca en mis
escritos... más bien, por su ausencia. Pero no es por desprecio o negligencia
deliberada. Lo que quiero señalar es que, en estos humildes ensayos, lo que más
me importa es preservar lo más posible la singularidad, el atisbo de autonomía,
incluso a costa de "errores" formales. Me gusta explorar con mis
propios recursos: neologismos, repeticiones, palabras entre comillas, formas
casi improvisadas como los "trencitos de palabras", todo ello con la
intención de provocar reflexión, de crear, si se quiere, un lenguaje propio.
Nietzsche expresó algo muy parecido en el prólogo
de El nacimiento de la tragedia, cuando lamentaba no haberse atrevido
a usar un lenguaje completamente suyo: “¡Cuánto lamento no haber tenido el
coraje (¿o la inmodestia?) de permitirme, a todos efectos, un lenguaje propio,
para dar voz a esas intuiciones y audacias tan personales!”.
Esa intuición personal de la que habla Nietzsche
es fundamental, porque cada uno de nosotros, consciente o no, tiene la
capacidad de vislumbrar en la realidad, en la vida, algo único, algo que quizás
nunca ha sido descubierto, o que al menos no ha sido visto desde nuestro
ángulo. Ese aporte individual puede parecer pequeño, un simple grano de arena,
pero es nuestro. ¿Será esto una forma de perspectivismo? No lo sé, pero sí
puedo afirmar, como lo hizo Ortega y Gasset en El tema de nuestro tiempo:
“Cada vida es un punto de vista sobre el
Universo. En rigor, lo que ella ve no lo puede ver otra. Cada individuo
–persona, pueblo, época– es un órgano insustituible para la conquista de la
verdad. He aquí cómo esta, que por sí misma es ajena a las variaciones
históricas, adquiere una dimensión vital. Sin el desarrollo, el cambio perpetuo
y la inagotable aventura que constituyen la vida, el Universo, la omnímoda
verdad, quedaría ignorada”.
Estos "detalles" en mi forma de
escribir —las repeticiones, los neologismos, las imperfecciones— comienzan a
darle una fisonomía particular a mi estilo. Me atrevo a llamarlo “tosco” o “con
tosquedad”, y me parece adecuado. La palabra tosco se refiere a algo
hecho sin refinamiento, con materiales simples, con lo que se tiene a mano,
como nuestras vidas cotidianas, las de la gente común, que no siempre dispone
de los mejores recursos, pero hace lo mejor con lo que tiene. Escribir con
tosquedad no significa despreciar a los grandes pensadores o a los eruditos
como Aristóteles o Heidegger, sino más bien tomar sus ideas para reflexionar y
mejorarnos a nosotros mismos, no para elevarnos a un supuesto nivel superior de
"seres pensantes". Se trata de vivir y pensar de manera auténtica,
sin aspirar a pertenecer a una élite intelectual.
Esa tosquedad de la que hablaba en mi escrito
puede irse puliendo con el tiempo, como un canto rodante que, sin perder su
esencia, se adapta a la corriente. No quiero que se crea que predico una
escritura “regular” o “mala”. Cada uno de nosotros tiene la capacidad de forjar
su voz, de aprender, ya sea a través de la autodidaxia o del conocimiento de
quienes han hecho de la escritura su arte. En este viaje, me atrevo a afirmar
que el tiempo dedicado a escribir puede tener más peso que el dedicado a leer.
No sugiero que una sea superior a la otra, ni que se deba despreciar la
lectura; esta es fundamental para alimentarnos de teorías, conocimiento y
experiencias. Sin embargo, escribir es un acto de creación, un proceso que nos
permite construir y, al mismo tiempo, reconstruirnos. La filosofía, en mi
opinión, debe ser mundana, como bien sostiene Javier Goma, y no un mero
ejercicio de erudición.
Hegel nos recuerda que el Ser del Hombre se
manifiesta en su Obrar. Así, la escritura se convierte en una actividad
creadora, mientras que la lectura nos sitúa en la pasividad de recibir. La
acción de escribir es lo que da vida al texto; es un acto vital, un pulso que
resuena. Recorramos la historia: los primeros filósofos, los presocráticos, no
leyeron a nadie para dar luz a un pensamiento que, después de veinticinco
siglos, sigue brillando en nuestras mentes. Por eso insisto en la importancia
de la franqueza y la sinceridad en lo escrito, en lo narrado. La escritura debe
surgir de la vida misma, ofreciendo ideas y signos que sean comprensibles,
incluso desde nuestras propias limitaciones. A veces, es un reto encontrar las
palabras "justas", pero el esfuerzo vale la pena.
Es fundamental, en este camino, abrazar la
escritura como base, como núcleo de nuestro ensayo. Sin embargo, también
debemos ser conscientes de no forzar a nadie a escribir si no lo desea o si
siente que no es el momento adecuado. Escribir sin presiones ni interferencias,
en un espacio de libertad, puede motivar a muchos, especialmente a los jóvenes,
a adentrarse en esta danza de pensar y escribir. Este acto puede ser tanto una
acción ética como un ejercicio intelectual que nos conecte con el mundo.
El texto que vayamos configurando o desfigurando,
como un mosaico de pensamientos, llevará consigo un “sello propio”. Al expresar
nuestras ideas, los matices de nuestra voz se entrelazarán, permitiéndonos explorar
nuevos caminos. Nos atreveremos a imaginar formas distintas de ver, pensar y
escribir, a iluminar el mundo de la vida (lebenswelt) desde esa originalidad
infinita que todos poseemos. Tal vez, al hacerlo, podremos descubrir nuevas
luces que iluminen no solo nuestro mundo, sino también el de aquellos que nos
rodean.
Esa claridad de vista de la que hablo es, ante
todo, sinceridad y franqueza. Me ilumina las limitaciones, los déficits y las
flaquezas de mi personalidad como escritor. Sin embargo, esta luz me permite
ver, pensar y escribir sin tanta oscuridad, sin la niebla y el brumo mental que
a menudo me envuelven. Es un esfuerzo por aproximarme, en la medida de lo
posible, a la Verdad. Pero, ¿qué Verdad? La que, por los caminos tradicionales
y habituales, más que acercarnos, nos han desviado a una verdad mentirosa, a un
mundo engañador, a una pérdida de sentido, de valores, de pluralidades. Como
bien señala Jesús Conill, estamos navegando hacia un “estado intermedio de
nihilismo”. Esta referencia no es casual; al leer y “entrar” en sus ideas, he
encontrado en su teoría una crítica que me invita a explorar desde el origen,
desde el cuerpo, desde lo carnal y lo cotidiano, hacia la experiencia
filosófica y mística de cada uno. Es un viaje hacia ese SER MENSAJERO del que
hablaba en líneas anteriores, pero que también abre un horizonte hacia el
FUTURO LECTOR-receptor. Serán ellos, los hermeneutas del mañana, quienes
recibirán nuestros mensajes y que interpretarán nuestros pensamientos, signos y
símbolos.
Hoy, la tecno-racionalidad o racionalidad
instrumental en la que estamos inmersos, para bien o para mal, ejerce una
influencia y poder desmesurados en nuestras vidas. Lamentablemente, nos aleja
de la Humanidad y de una cultura verdaderamente humanizada. Este fenómeno no
solo nos distancia del Ser humano, sino también de nosotros mismos y de la
ética que necesitamos para construir nuestras vidas. Jesús Conill, filósofo y
profesor español, será un faro que iluminará y complementará el desarrollo de
lo que vengo explorando en este diálogo entre pensar y escribir. Así, los
futuros lectores-interpretes, en compañía de Nietzsche y, especialmente, de
Ortega y Gasset, podrán reforzar sus ideas y enriquecer mi escrito. Los invito,
como siempre, a profundizar en las obras de estos autores, en sus libros,
conferencias y ensayos, si desean ahondar más en sus pensamientos.
Voy a esbozar, de manera esquemática, mi
adentramiento en la genealogía hermenéutica. Lo haré de este modo por dos
razones: primero, porque no tengo el bagaje filosófico de un profesional, y
segundo, porque no deseo ser extenso ni cansar al lector.
El profesor Conill introduce a Nietzsche como uno
de los “padres” de la Hermenéutica, proponiendo una perspectiva que él denomina
Genealógica. A través de este enfoque, podremos comprender la racionalidad
instrumental, no tanto en lo que es, sino en lo que nos dice. Debemos
acercarnos, por tanto, no solo a través de la razón, que está tan
instrumentalizada, sino por otra vía: el Cuerpo. Es en la intimidad de lo
ínsito del Ser donde reside la originación de lo que somos. Hay un “cuerpo que
nos habla”, un cuerpo que debemos interpretar, hermeneutizar. Nietzsche afirma:
“En el cuerpo habita el sí mismo…sabio y poderoso”.
La importancia del cuerpo, de esa interioridad
tan íntima y profunda, radica en que es creadora, originaria. Desde la niñez,
nuestra corporeidad nos impulsa a “hacer cosas”, y con el paso del tiempo,
comenzamos a profundizarlas, teorizar sobre ellas, a meditar y finalmente a
pensar, a racionalizar. La génesis de nuestro pensamiento está entrelazada con
nuestra intimidad corpórea; detrás de todo lo que hacemos, decimos o creemos,
detrás de nuestras religiones, dogmas y teorías, late una fuerza vital que
ordena y manda. Es aquí donde reside la necesidad de decodificar, de
desentrañar los actos humanos para comprender su verdadero sentido.
Pero en la época actual, este sentido íntimo se
ha desvalorizado, sustituido por el espectáculo, la pura exterioridad. La
apariencia reina. No pretendo, con ello, defender un subjetivismo radical, pero
sí reivindico esa fuerza humanizadora que habita en cada uno de nosotros: una
energía escritora, relatora, mensajera. Negar esta fuerza es negarnos a
nosotros mismos, pues está inscrita en nuestra carne, en nuestros sentimientos,
afectos e impulsos, esos que son determinantes en la construcción de los
valores que sostienen la ética. Esa intimidad, esa vivencia única y particular,
nos convierte en mensajeros de nuestra propia experiencia, y me atrevo a decir
que debemos Ser mensajeros, a pesar de las fuerzas externas que
intentan homogeneizarnos, moldearnos y controlarnos.
Con coraje, tiempo y coherencia comprometida,
podremos superar esas fuerzas alienantes y, con verdadero valor, ser mejores.
No solo como individuos, sino como ciudadanos. Porque es en la ciudadanía, en
el espacio compartido con otros, donde nos transformamos. Hoy en día, somos
ciudadanos con derechos y obligaciones, viviendo bajo una libertad que debe
estar ligada a la justicia. La figura del ciudadano me parece
esencial, más que la de la persona o el individuo. La persona, en muchas
sociedades, puede ser libre pero injusta; puede no respetar al otro porque su
entorno no la obliga ni la guía hacia esa justicia. El individuo, por su parte,
es demasiado personal, demasiado Yo, mientras que lo que necesitamos
es salir de esa esfera para encontrarnos con el otro, en el espacio común de la
ciudad.
Como Gabilondo nos recuerda: "Derecho a la
diferencia, pero sin diferencia de derechos". Y en ese sentido, prefiero
el ciudadano, porque es en la ciudad donde podemos ver, escuchar, hablar,
problematizar y discutir. Es en la calle, no en el hogar, donde la vida se
confronta, donde se puede criticar y deliberar, para luego llevar esas ideas
filtradas de vuelta a la esfera personal. Solo después de habernos encontrado
en el espacio común, podemos volver a casa y personalizar, individualizar lo
que hemos vivido en comunidad. Es en este proceso de deliberación colectiva
donde el hogar, la primigenia institución, puede revitalizarse.
Siguiendo la senda marcada por el profesor
Conill, pero ahondando desde la perspectiva de Ortega y Gasset, llegamos a una
clave filosófica donde el pensar y el escribir se entrelazan de una manera
profundamente humana. Ortega, con su raciovitalismo, nos invita a mirar más
allá de lo meramente racional y objetivo, para abrazar una interpretación vital
de la realidad. Es decir, que la vida misma, con su flujo constante y sus particulares
matices, se convierte en la fuente más auténtica de conocimiento, y la
escritura, en el vehículo por el cual esa vitalidad se transforma en saber
compartido.
Ortega, al igual que Nietzsche en su aproximación
genealógica, nos acerca a una hermenéutica de la experiencia, donde el relato
individual, cargado de vivencias y subjetividad, puede llegar a decir más que
los análisis científicos sociales que dominan las estructuras académicas. Esos
escritos particulares, esas experiencias narradas desde la interioridad, tienen
el poder de revelar verdades que a menudo escapan a la fría objetividad de las
ciencias sociales. Al contar nuestra historia, estamos ofreciendo algo más
valioso que una mera descripción; ofrecemos una visión del mundo, un
atisbo de realidad que espera ser interpretado por otros. Y aquí es donde se
revela la importancia de no quedarnos a mitad de camino, de no temer al acto de
escribir, aunque sea nuestra primera vez o la centésima.
Este “más de lo que creemos” que habita en
nuestra escritura, nos impulsa a proyectarnos hacia afuera, a salir de nosotros
mismos para ser descubiertos, interpretados por el otro. Aquí no hay espacio
para un subjetivismo egocéntrico, donde la conciencia queda encerrada en sus
propios límites. Al escribir, especialmente con una ética de la
responsabilidad, estamos abriendo nuestras vivencias y pensamientos al futuro,
al encuentro con los demás. Como señala Ortega, es en la acción de proyectar
nuestra vida, de relatarla y compartirla, donde realmente nos construimos como
seres históricos y narrativos. Es a través de esta “razón vital” —histórica y
narrativa— que damos sentido a nuestro ser en el mundo, y es en ese acto donde
nos encontramos con los otros.
No podemos ignorar la tradición de la que
venimos. Victoria Camps nos recuerda que hemos oscilado entre el reduccionismo
racional —donde la emoción era vista como la raíz de todos los males— y el
reduccionismo emocional, que nos invita a sentir antes que a pensar. En este
contexto, Camps nos propone algo fundamental: buscar un equilibrio. Este
equilibrio, entre lo racional y lo emocional, entre el otro y el yo, es el
punto de partida para un pensar y escribir genuino. No se trata de aspirar a la
perfección o a la coherencia absoluta. Como seres humanos, es inevitable que
nos equivoquemos, que en ocasiones nuestras palabras sean incomprendidas o
incluso retorcidas. Pero lo importante no es la perfección; lo crucial es la
responsabilidad y la valentía de salir al encuentro del otro a través de la
palabra escrita.
La escritura, entonces, no se trata de
sobresalir, de triunfar o de alcanzar el éxito individual, como tantas veces se
predica hoy en día. Se trata de una entrega profunda, de un acto de valor que
busca el bienestar común, una proyección hacia el futuro que va más allá del
mero yo. Ortega nos enseña que el ser humano no es un ser solitario,
encerrado en su subjetividad, sino un ser que se proyecta constantemente hacia
el mundo y hacia los otros. Y en esta proyección, la escritura juega un papel
crucial, al ser un acto de comunicación, de interpretación y, sobre todo, de
construcción conjunta de sentido.
Es cierto que, en esta era tecnológica, muchos
podrían argumentar que no tienen tiempo para escribir, o que no están
acostumbrados a redactar textos. Sin embargo, la llegada de los mensajes de
texto y aplicaciones como WhatsApp ha demostrado que, de hecho, todos tenemos
una capacidad innata para escribir. Si lo pensamos bien, muchos de nosotros
podríamos fácilmente escribir un libro con las palabras que tecleamos en nuestros
dispositivos cada semana. No se trata solo de escribir, sino de poner en
funcionamiento esa capacidad humana de organizar pensamientos, de meditar sobre
ellos, de releer y reescribir. No se trata de pasar todo el día haciéndolo,
sino de darle la importancia que merece, tomarse un momento para ordenar
nuestras ideas, para ponderar lo que queremos transmitir a los otros.
Escribir con el corazón…cordialmente, al fin y al
cabo, es un acto de responsabilidad. Un compromiso ético con el futuro, con los
lectores que vendrán. Y lo que debemos ofrecer en ese futuro es un mensaje
sensato, útil, comprometido y maduro. Esa es la verdadera labor del escritor autodidacta-mundano:
proyectar su vida, su experiencia y su pensar hacia el horizonte de la
interpretación, esperando ser encontrado, comprendido y transformado por los
otros.
–“¿Pero si el pensamiento está tan denostado? ¿Qué
pedís?”, me interpelan algunos.
Lo que pido es simple: que dejemos de lado las excusas vacías, las hipocresías
que nos envuelven como un manto invisible, disimulando nuestra propia apatía.
No se trata de pedir tiempo, porque tiempo hay, y se encuentra en esos momentos
desperdiciados en habladurías sin sentido, en la obsesión con el “cholulaje”,
en el chisme que erosiona, en la estupidización que nos traen los smartphones y
los medios, en la eterna distracción del espectáculo vacío, de la consola de
videojuegos o el último programa de moda. Estamos inmersos en una vorágine de
superficialidad, en una sociedad consumista que se devora a sí misma, impulsada
por un deseo insaciable de novedades que se extinguen antes de ser
comprendidas.
¿Curiosa ironía? No tanto, quizás, al observar el
verdadero significado de “frivolidad”. Del latín frivolus, esta palabra
designa a quien no tiene valor, a quien no valora. Frívolo es quien se
desquebraja, quien no es íntegro. Y esa fractura, esa dispersión, atenta contra
la humanidad misma. Al quebrarse, se disuelve su esencia, se apagan sus valores
intrínsecos y todo se convierte en lo instrumental, lo superficial. Aquí, en
esta dinámica, la ética pierde su voz, pierde su lugar. Lo trágico es que
muchos, la mayoría quizá, viven bajo esta frivolización, esta banalización de
lo humano.
Es un fenómeno peligroso. Vivimos en tiempos donde
tanto el bien como el mal se hacen con una ligereza que asusta, como si fuera
simplemente parte de la rutina diaria. Pero hacer el bien de manera banal,
aunque imperfecto, puede pasar. Hacer el mal con esa misma ligereza, sin
conciencia, sin reflexión, es una amenaza a nuestra humanidad. Nos acercamos,
peligrosamente, a las puertas del nihilismo. No solo estamos perdiendo los
valores fundamentales, sino que estos se transforman, mutan en su propia
sombra: disvalores que atentan contra la comunidad, la cordialidad, la
posibilidad de vivir juntos de manera humana.
En este contexto, escribir es un acto de
resistencia. Escribir es detener el flujo frenético del vacío y ponerle
palabras a lo que se desvanece en la frivolidad. Cada palabra escrita, cada
reflexión compartida, es una lucha contra la dispersión, contra la
desintegración. Es un intento por recuperar la integridad, la profundidad, la
humanidad que parece desvanecerse en la espuma de la vida moderna.
No se trata de escribir para sobresalir, para
obtener éxito o reconocimiento. Se trata de escribir para ser responsables,
para compartir un mensaje que aporte, que inspire, que conecte. Escribir es una
forma de mantener viva la llama del pensamiento, de la conciencia, en medio de
la trivialidad que nos rodea. Cada relato, cada reflexión, es una ventana que
abrimos para el futuro, una puerta que dejamos entreabierta para que otros, los
lectores que vendrán, encuentren en nuestras palabras un camino hacia una
humanidad más consciente, más íntegra, más plena.
Por eso, escribir no es solo un acto de creación
personal, es un deber hacia los otros, una responsabilidad hacia el mundo que
habitamos y que construimos con cada gesto, cada palabra, cada silencio.
Dejemos de lado las excusas y las distracciones. Tomemos el tiempo para pensar,
para escribir, para compartir lo que somos y lo que aspiramos a ser. Porque en
cada palabra escrita, en cada pensamiento plasmado, nos encontramos con
nosotros mismos, y con los otros, en la tarea eterna de construir juntos una
vida con sentido.
Por último, pero no menos importante, dejo unas reflexiones y o pensares de unas de mis autoras favoritas: María Zambrano, con su razón poética. Ella nos invita a trascender la lógica puramente racional y conectar con lo más profundo de nuestro ser, con lo que "sentimos, imaginamos y soñamos". Escribir, desde esta perspectiva, no es solo un ejercicio técnico o superficial, sino un acto que puede descubrirnos a nosotros mismos y proyectarnos hacia los demás, en busca de una verdad vital.
Como ella misma señala, la persona es un ser
en constante construcción, en diálogo consigo misma y con el otro, y es en este
intercambio donde nace la verdadera humanidad. "La esperanza fallida se
convierte en delirio", escribe Zambrano, sugiriendo que la pérdida de
conexión con nuestras raíces humanas y trascendentes nos deja vacíos,
vulnerables al nihilismo y la banalidad que tanto he señalado en este escrito.
Es por eso que, desde su óptica, la escritura es una manera de proyectarse
hacia los demás, un modo de no quedarse en el aislamiento del yo, sino de proyectar
una verdad compartida, histórica y vital
Escribir, entonces, no es solo una herramienta para
expresar ideas, sino para recoger la historia y construir comunidad,
tomando conciencia del valor intrínseco de lo humano, lo que trasciende y se
proyecta en la búsqueda de lo colectivo.
Continuará...
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