UNA ESCRITURA CORDIAL por Aníbal Covaleda

 



                  UNA ESCRITURA CORDIAL

Se dice que cada uno de nosotros es un ser con mensaje, una entidad forjada en palabras. Somos, en esencia, nuestra palabra. En el transcurrir de nuestro paso efímero por esta tierra, nuestro ser –la mente, el espíritu, la carne, como queramos llamarle– porta un mensaje, una voz que nace de lo más profundo del pensamiento. Esa voz, creo, debe ser comunicada en nuestra vida, aquí y ahora. Son palabras que llevan consigo la luz de una reflexión, un destello que bien podría señalar, aportar, criticar constructivamente al mundo, a la sociedad, a la humanidad que somos, fuimos y aspiramos a ser.

Porque cuando ya no estemos físicamente… será demasiado tarde. Más que tarde, será una pérdida irreparable, un vacío teórico irreemplazable, único, tejido por una persona que vivió en un tiempo y espacio concreto. Ese mensaje, si llega a publicarse, si es impreso, tallado en un mural, pintado o simbolizado, trasciende. Se proyecta no solo hacia uno mismo, que sería mera subjetividad, sino hacia el otro, hacia los demás. Como yo, ahora, al escribir estas líneas para un futuro que nace del pasado, alimentado por quienes ya no están. Y luego, publicarlo de alguna manera, en cualquier medio que llegue al Ahora. Creo que es nuestra responsabilidad, como seres maduros, morales y conscientes, no guardar silencio mientras vivimos y disfrutamos –que, sin duda, es valioso–, sino también con-vivir, y hacerlo de la mejor manera posible hoy y mañana.

No debemos, entonces, dejar escapar esa oportunidad ontológica y ética. Pues, al escribir, dejamos huella en el tiempo futuro, develamos el ser que fuimos, nuestra visión particular del mundo y el tiempo que habitamos. En ese mensaje se encierran los instrumentos humanizadores que buscan mejorar(nos) y, a la vez, alertarnos de aquellas fuerzas que podrían deshumanizarnos. Y, aunque en ese futuro ya no estemos, nuestro ser… perdurará. No solo como un recuerdo distante, sino como un “espíritu” que sigue obrando a través de las palabras, pensamientos y obras publicadas. Ellas se alzan en el aire semántico del tiempo y extienden sus alas hacia las almas futuras que quieran escucharlas, leerlas, abrigarlas, hacerlas suyas… y continuar, con ellas, la labor de mejorar nuestra sociedad y el mundo.

Porque, al hacerse públicas nuestras palabras, se desprenden de nosotros y entran en el territorio de la imparcialidad. Se convierten en semillas de un pensamiento crítico, pero sensato, impregnado de prudencia, inteligencia, y serenidad meditativa… compasiva.

Esos mensajes de los que hablo han quedado impresos desde tiempos inmemoriales en papiros, murales, piedras, maderas... y hoy, en libros, artículos, publicaciones, notas, cartas, ensayos, blogs, y más. Sin embargo, lo que predomina en la actualidad, en su mayoría (aunque no todos), es la obra de “especialistas” –y no los desdeño, por supuesto–, sumidos en su propio ámbito de conocimiento. Mi deseo, sin embargo, es que todos, especialistas o no, es decir, la cosmoPolis, la ciudadanía en su conjunto, sin importar de dónde, cuándo o quién, dejen impreso, esculpido o plasmado su mensaje; aquello que anhelan decir al mundo, lo que deseen aportar. Que su visión, su sesgo, enriquezca al mundo, ya sea con palabras o símbolos a ser descifrados.

Hoy, más que nunca, esto es posible. La accesibilidad y la permanencia de los mensajes han encontrado un nuevo hogar en los medios modernos, en esos espacios gratuitos de internet donde uno puede subir sus escritos, permitiendo que su mensaje tenga una “vida imperecedera”. Estas publicaciones, ya sean vistas o escuchadas por conciudadanos de cualquier rincón del mundo, en cualquier dispositivo conectado, o a través de los medios tradicionales, en papel o formato auditivo, cruzan fronteras y desafían al tiempo.

Pero no puedo pasar por alto, ya que he tocado el tema del internet y el mundo digital –el web 2.0, y ahora el 3.0–, un llamado importante: ¡A ser maduros, nosotros, los mayores! No nos dejemos arrastrar por la estupidización ni la adicción tecnológica que hoy envuelve al planeta. Vivimos en un mundo globalizado, y no solo los mercados y las finanzas se han globalizado, también lo ha hecho la necedad de quienes pasan horas y horas ante una pantalla, frente a un smartphone que, aunque parezca conectar, a menudo desconecta. Este fenómeno global, ese "mirar" la vida de los otros, copiar y pegar, seguir la última noticia, el último rumor, lo que debemos comprar, decir, sentir, ha capturado a tantos. Y mientras tanto, nuestra propia vida, el tiempo limitado que se nos ha concedido para vivir y disfrutar con quienes amamos, para experimentar el aquí y el ahora de cada instante real, se difumina frente a una pantalla… ¡PUFFF!

"Cada uno con lo suyo" –me dirán–, y claro, no lo discuto. Pero, entonces, después no nos quejemos cuando todo parece ir mal, cuando el tiempo nunca alcanza, cuando el trabajo, la familia, los hijos, el gobierno, la sociedad... parecen cargar con la culpa. No te desligues de tu responsabilidad, del tiempo que debes ofrecer al otro, transfiriendo la culpa o cargando en terceros el peso de tus propios errores. Porque así, simplemente, actuarás como un adolescente inmaduro, buscando una “inmortalidad” que no existe, como un Peter Pan moderno, aferrado a una ilusión de eterna juventud que, en realidad, solo es decadente, falsa, deprimente y ruin.

Retomo la idea central de este escrito… –perdón si me desvié y quizás me exasperé, pero es algo que me indigna–. Regreso, pues, al tema. En este pensar y escribir con el fin de "mejorar", creo necesario aclarar algo: si al escribir –y en especial en estas líneas que usted, tú, ahora lees– hay alguna carencia en la “buena semántica” o en el refinamiento de la prosa, no debe haber temor, pudor o resignación. No se trata de alcanzar una perfección estilística impecable, sino de expresarse, de plasmar en palabras esos pensamientos que merecen ser publicados, de comunicar con la autenticidad que cada uno posee. Lo importante es atreverse a compartir esa “forma” única de pensar y escribir, con el estilo que se tenga. Si después se desea perfeccionarlo, será decisión de cada quien. Pero lo primordial es comenzar. Empezar a escribir esos pensamientos que rondan nuestra mente y habitan nuestra conciencia, para que, al ser meditados con sensatez y coherencia, cobren vida al ser escritos y publicados.

Es en ese momento cuando las palabras no solo adquieren sentido, sino que se tornan vivas. Reflejan la vida de cada uno, los matices éticos que aportamos hacia un proyecto común… comunitario, fraternal, ciudadano. Un proyecto que sea verdaderamente cordial, es decir, del corazón y para el corazón. La palabra cordial proviene del latín cor, cordis, que significa corazón, y el sufijo -al nos habla de aquello que tiene la capacidad de fortalecer este órgano vital. La cordialidad es más que un gesto amable; es una virtud que enriquece el alma, un bálsamo que, al igual que una pócima para un enfermo, cura el espíritu. Ser cordial, entonces, es ser un remedio moral y espiritual, una medicina que busca, en su más pura esencia, la virtud.

A veces, creo que si nos detenemos demasiado en pulir cada palabra, en buscar que nuestro escrito sea estéticamente bello o que "agrade a todos", corremos el riesgo de no escribir ni publicar nada. O, peor aún, de desvirtuar la esencia, ese “núcleo duro” que nos define y que queremos aportar al mundo. No perdamos nuestra autonomía. Seamos valientes, raros, incluso utópicos si es necesario, en esos momentos de creatividad o inspiración. ¿Por qué no? Nadie nos priva de ese legítimo estado de ser. No caigamos en el unidimensionalismo semántico y moral, tan propio de sociedades donde el automatismo nos empuja a estar donde nos dicen, a ser lo que nos imponen.

Creo firmemente que el futuro debe protegerse. Hay que cuidarlo con esmero, estar atentos a quienes pretenden moldearlo según sus intereses. El futuro no se salva mañana; se salva hoy, comenzando ahora mismo, mojándonos en la faena del presente. A las generaciones que vendrán, debemos dejarles, en esos mensajes y escritos ciudadanos de los que hablo, las herramientas, los conocimientos, los sentimientos y las experiencias. Dejemos un testimonio honesto de la realidad actual, de un presente que proyecta su sombra hacia su mañana, y que bebe, en parte, del ayer. Todo ello, con franqueza, sin dogmas ni ideologías malintencionadas, sin intereses ocultos. Solo así podrán los que vengan, desde su libertad de ser, pensar, debatir, deliberar y, finalmente, tener algo que es crucial: esperanza.

Para nada se busca que los demás piensen como uno, ¡por favor! El telos, el fin último, no es imponer pensamientos, sino fomentar que cada uno piense por sí mismo. No podemos ser tan hipócritas, deshumanizados y moralmente crueles con nuestros hijos, sobrinos, nietos, vecinos, amigos, con los niños nacidos y por nacer, que serán los habitantes de ese mañana que llegará en unos años, en un lustro, en una década o en siglos. No importa cuándo será ese futuro, porque no es solo una cuestión de tiempo, sino de horizonte moral, de la calidad de nuestra humanidad. Hacia ese horizonte debemos caminar, aunque nunca lo alcancemos. Lo esencial, como bien decía Sócrates a Aristodemo, es que, “caminando juntos, deliberemos sobre qué hacer y qué decir”.

Y hablando de lo que debemos decir: hoy en día, en general, en las conversaciones cotidianas, en las discusiones, en las charlas "de café" o en la televisión vacía, se habla mucho de hechos, pero muy poco de valores, de ética. Y menos aún se escribe sobre ellos. "Eso de los valores es muy subjetivo", se suele decir. Cuando se analizan o debaten, estos temas suelen quedar confinados a los centros de estudios especializados, a los claustros universitarios. Allí, entre esas paredes, los valores se discuten, se disecan, pero rara vez se llevan al ámbito público. Aunque algunos intentan sacarlos a la luz, la propia estructura institucional del saber tiende a mantenerlos encerrados en ese espacio “seguro”.

¿Cómo, entonces, pretendemos mejorar como ciudadanos si lo poco que se escribe o se publica sobre valores en la calle está centrado únicamente en el éxito, el dinero, la eficiencia, y la efectividad? Estas son las virtudes de una sociedad consumista, pero no las de una sociedad justa o humana. Es urgente que demos un giro, que replanteemos nuestra situación actual con la mirada puesta en el futuro. Pensemos, meditemos, escribamos, publiquemos... ¡YA!.

Recojo aquí las sabias palabras de Emilio Lledó, quien nos invita a eternizar las voces humanas:

“Nada refleja con más intensidad el nuevo mundo de la cultura que ese universo del lenguaje escrito, sobre el que se ha construido el largo camino de la tradición. Ese mundo escrito no solo sirve para sostener, resonando a lo largo de los siglos, la voz de los hombres, sino que, al mismo tiempo, esa resonancia permite adivinar otros sonidos, intuir otras formas de sentir y percibir cada presente —ya pasado para nosotros— de la historia. Las letras obran el prodigio de rescatar el tiempo de su irremediable fluir, de su inmersión en el pasado, y mantenerlo vivo, convertido incluso en futuro. Porque la forma de escritura, TODO TIEMPO ES YA FUTURO, A LA ESPERA DE UN POSIBLE LECTOR (las mayúsculas son mías)”.

Reitero. Cuando intento expresar mi pensamiento, sacarlo de las profundidades de mi conciencia y convertirlo en voz o en escritura, la cotidianidad puede interferir en la meditación de esas ideas. Sin embargo, esa misma cotidianidad puede, mis propias intuiciones, al mismo tiempo, ofrecerme herramientas aleccionadoras, tomadas de la vida diaria, esa en la que todos estamos inmersos. Muchas veces, la experiencia diaria, para ser comprendida y narrada, no puede encasillarse en esquemas semánticos clásicos. Se desborda, se rebela contra ellos, porque se mueve en múltiples contextos, entre folclores, culturas y ámbitos que transforman su esencia.

Por ello, la escritura sincera, franca y cordial, sin tantas interferencias mentales o gramaticales que puedan condicionarla—ya sea por una racionalidad extrema o por un apasionamiento desbordado—puede acercarnos lo más posible a una experiencia de primera mano, y de ahí a una moral de primera mano. Sé que no es fácil, pero tampoco es imposible acercarse. Hay que intentarlo. ¿Para qué?, se preguntarán algunos. Creo que para ejercer, como decía Nietzsche, como un médico (y que se me permita el respeto hacia esa noble profesión). Debemos ser los que hoy diagnostiquen, para que mañana podamos curar. Y, ¿curar qué? La sociedad que nuestras generaciones dejarán a las futuras, una sociedad que, basada en valores, presenta, a mi entender, una grave y aguda patología.

Todo este ejercicio intelectual—sí, lo llamo intelectualismo ciudadano (no en el sentido académico)—se alinea con la idea de que, como bien se define, el intelectual es aquel que “estudia y reflexiona críticamente sobre la realidad y comunica sus ideas con la pretensión de influir en ella”. Y, ¿cómo comunica esas ideas? Puede ser de manera oral, pero primordialmente lo hace a través de la escritura. Esa escritura franca y sincera, esa que refleja las limitaciones de las palabras, a veces desgastadas y toscas, que se trazan en el papel. Esas palabras pueden iluminar el propio ser. Serás todo tú en lo que escribas. Todo tu ser—carne, mente y corazón—se proyectará en esas palabras. Esa razón corporal, viva, que siente e interpreta el mundo de forma única e inalienable, quedará plasmada. Pero entonces, ¿todo es relativo y cada uno tiene su propia razón? No lo creo. Y me explico.

Vivimos en una sociedad que se precia de ser libre, donde cada uno puede opinar lo que desee: en la calle, en las instituciones, en los medios de comunicación, en blogs o cátedras. Sin embargo, ahí no termina todo. Si queremos dar razones, si queremos fundamentar nuestras opiniones, debemos ser conscientes de que, al salir al mundo, nuestras palabras volverán a nosotros, exigiéndonos razones y responsabilidad. Entrarán en el espacio de la imparcialidad, en el terreno de la deliberación, y allí tendremos que pensar dos, tres o más veces lo que opinamos, porque debemos fundamentar, amigos míos. Ese detenerse a reflexionar varias veces no es censura, ni significa que alguien se sienta oprimido al expresar lo que piensa. No, no. Es un ejercicio de coherencia, de madurez, de responsabilidad, sobre todo cuando tratamos temas que son, y serán, los fundamentos de nuestras sociedades y de nuestra humanidad.

Sé que es difícil deliberar, pero no es imposible. Mientras tanto, los opinólogos nos ensordecen, diciendo lo primero que se les ocurre. Para ellos, ¿para qué pensar, reflexionar o debatir? Su única misión es llenar un espacio, seguir los dictámenes del mercado y hacerlo todo lo más rápido posible. Para estos, “No hay tiempo”—o mejor dicho, “dinero—que perder”.

La escritura liberada, de la que hablaba, no es un acto deliberado de desdén ni indiferencia. Esa "limitación" en la escritura, que menciono, no es más que la esencia misma de nuestra condición única y experiencial. Es la huella de nuestra existencia, que se relata con franqueza, con la verdad que uno se debe a sí mismo, pero sobre todo a los otros—a ti, lector. Esa coherencia interior de la que tanto hablaba Sócrates, y más cerca en el tiempo Nietzsche, es la primera conquista necesaria para poder escribir con autenticidad.

Es cierto, claro, que en nuestros pensamientos, en nuestras palabras y en nuestras frases resuena mucho de otros. Hay ecos de otras voces, inevitablemente. Y aunque hablo del futuro y de las generaciones que vendrán, no debemos olvidar a las pasadas. A aquellos que, cercanos o lejanos, conocidos o desconocidos, han pensado, trabajado y proyectado hacia su tiempo, y cuyo esfuerzo ahora debemos agradecer. Porque cada uno de nosotros nace ya inmerso en un lenguaje, en una cultura, en relatos y estructuras que, en cierta medida, nos constituyen. Como decía Montaigne: “Yo no cito a otros más que para expresar mejor mi pensamiento”.

En este ejercicio de reflexión, cuando alcanzamos una edad de madurez, debemos comenzar a ejercitar nuestra libertad de elegir. Pero elegir bien. Ser elegantes en el más profundo sentido de la palabra, como nos recordaba Ortega, ser responsables de nuestras acciones. Él mismo nos lo explicó claramente:

“En el latín más antiguo, el acto de elegir se decía elegancia, como de instar se dice instancia. Recuérdese que el latino no pronunciaría elegir, sino eleguir. Por lo demás, la forma más antigua no fue eligo, sino elego, que dejó el participio presente elegans. Entiéndase el vocablo en todo su activo vigor verbal; el elegante es el ‘eligente’, una de cuyas especies se nos manifiesta en el ‘inteligente’. Conviene retrotraer aquella palabra a su sentido más noble, el originario. Entonces tendremos que, no siendo la famosa Ética sino el arte de elegir bien nuestras acciones, eso, precisamente eso, es la Elegancia. Ética y Elegancia son sinónimos”.

Por lo tanto, la elegancia no es solo cuestión de formas, sino de fondo, de ética. Es ese acto profundo y responsable de elegir con sabiduría nuestras palabras, nuestras acciones, y nuestra vida. Ser elegantes es, en esencia, ser éticos.

Debemos conocernos, investigarnos, explorar aquello que resuena con nuestros gustos, nuestros estudios, nuestras vivencias. Desde ese lugar íntimo, esforzarnos por hallar nuestra propia voz, esa particularidad que nos define y nos diferencia: el carácter. Una palabra que, etimológicamente, proviene del griego kharakter, que aludía a quien grababa, marcaba o tallaba en piedra o a fuego símbolos, dibujos o palabras para que quedaran para la eternidad. Curiosa coincidencia, ¿no? Se complementa perfectamente con el acto de escribir.

En algún texto anterior mencionaba que no me considero "bueno" en esto de la escritura, y explicaba el porqué. Quizás sea oportuno recordarlo, citando nuevamente lo que dije en su momento:

“…lo que escribo, lo que dejo plasmado en palabras, reconozco que no está 'bien' escrito o redactado, o que mi prosa no es la ‘correcta’. El tema es que, primero, mis estudios superiores fueron en administración de empresas y comercialización. Hoy en día podría considerarme un autodidacta en el arte, alejado de la lengua, de la escritura, del oficio de redactar textos. No soy escritor. Pero eso no me importa y no me impide hacerlo, como ya dije antes. Siento que tengo la obligación moral de decir lo que pienso y plasmarlo, porque solo hay una vida, un solo tiempo, un solo contexto para que esas palabras cobren existencia. Aunque no posea una habilidad depurada para escribir, soy un ser pensante, y al meditar mi pensamiento, mis ideas, siento que DEBO dejarlas plasmadas. Sé que, en cada escrito, la idea general se entiende. Tal vez, al dejarlo para la posteridad, pueda servirle a alguien. O tal vez no, pero allí quedará mi palabra, mi pensamiento, mi ética deseada…”

Plinio el Joven decía: "No hay escrito, por malo que sea, que no contenga algo bueno". Y en ese sentido, escribir no es tanto un acto de perfección formal, sino de autenticidad. Es un deber íntimo, casi moral, porque detrás de cada palabra que dejamos impresa, hay una vida, una experiencia, una visión que puede iluminar o resonar en otros, incluso mucho tiempo después.

Con lo que expreso aquí, no pretendo en absoluto desdeñar la "buena" escritura, ni restarle valor al placer que proporciona una prosa bien estructurada, pulida y acompañada de una correcta ortografía y gramática. Son aspectos importantes, sin duda, y es innegable que nos deleitamos al releer una y otra vez ciertos textos. Sin embargo, para ser franco, debo reconocer que todo esto que enaltezco, se destaca en mis escritos... más bien, por su ausencia. Pero no es por desprecio o negligencia deliberada. Lo que quiero señalar es que, en estos humildes ensayos, lo que más me importa es preservar lo más posible la singularidad, el atisbo de autonomía, incluso a costa de "errores" formales. Me gusta explorar con mis propios recursos: neologismos, repeticiones, palabras entre comillas, formas casi improvisadas como los "trencitos de palabras", todo ello con la intención de provocar reflexión, de crear, si se quiere, un lenguaje propio.

Nietzsche expresó algo muy parecido en el prólogo de El nacimiento de la tragedia, cuando lamentaba no haberse atrevido a usar un lenguaje completamente suyo: “¡Cuánto lamento no haber tenido el coraje (¿o la inmodestia?) de permitirme, a todos efectos, un lenguaje propio, para dar voz a esas intuiciones y audacias tan personales!”.

Esa intuición personal de la que habla Nietzsche es fundamental, porque cada uno de nosotros, consciente o no, tiene la capacidad de vislumbrar en la realidad, en la vida, algo único, algo que quizás nunca ha sido descubierto, o que al menos no ha sido visto desde nuestro ángulo. Ese aporte individual puede parecer pequeño, un simple grano de arena, pero es nuestro. ¿Será esto una forma de perspectivismo? No lo sé, pero sí puedo afirmar, como lo hizo Ortega y Gasset en El tema de nuestro tiempo:

“Cada vida es un punto de vista sobre el Universo. En rigor, lo que ella ve no lo puede ver otra. Cada individuo –persona, pueblo, época– es un órgano insustituible para la conquista de la verdad. He aquí cómo esta, que por sí misma es ajena a las variaciones históricas, adquiere una dimensión vital. Sin el desarrollo, el cambio perpetuo y la inagotable aventura que constituyen la vida, el Universo, la omnímoda verdad, quedaría ignorada”.

Estos "detalles" en mi forma de escribir —las repeticiones, los neologismos, las imperfecciones— comienzan a darle una fisonomía particular a mi estilo. Me atrevo a llamarlo “tosco” o “con tosquedad”, y me parece adecuado. La palabra tosco se refiere a algo hecho sin refinamiento, con materiales simples, con lo que se tiene a mano, como nuestras vidas cotidianas, las de la gente común, que no siempre dispone de los mejores recursos, pero hace lo mejor con lo que tiene. Escribir con tosquedad no significa despreciar a los grandes pensadores o a los eruditos como Aristóteles o Heidegger, sino más bien tomar sus ideas para reflexionar y mejorarnos a nosotros mismos, no para elevarnos a un supuesto nivel superior de "seres pensantes". Se trata de vivir y pensar de manera auténtica, sin aspirar a pertenecer a una élite intelectual.

Esa tosquedad de la que hablaba en mi escrito puede irse puliendo con el tiempo, como un canto rodante que, sin perder su esencia, se adapta a la corriente. No quiero que se crea que predico una escritura “regular” o “mala”. Cada uno de nosotros tiene la capacidad de forjar su voz, de aprender, ya sea a través de la autodidaxia o del conocimiento de quienes han hecho de la escritura su arte. En este viaje, me atrevo a afirmar que el tiempo dedicado a escribir puede tener más peso que el dedicado a leer. No sugiero que una sea superior a la otra, ni que se deba despreciar la lectura; esta es fundamental para alimentarnos de teorías, conocimiento y experiencias. Sin embargo, escribir es un acto de creación, un proceso que nos permite construir y, al mismo tiempo, reconstruirnos. La filosofía, en mi opinión, debe ser mundana, como bien sostiene Javier Goma, y no un mero ejercicio de erudición.

Hegel nos recuerda que el Ser del Hombre se manifiesta en su Obrar. Así, la escritura se convierte en una actividad creadora, mientras que la lectura nos sitúa en la pasividad de recibir. La acción de escribir es lo que da vida al texto; es un acto vital, un pulso que resuena. Recorramos la historia: los primeros filósofos, los presocráticos, no leyeron a nadie para dar luz a un pensamiento que, después de veinticinco siglos, sigue brillando en nuestras mentes. Por eso insisto en la importancia de la franqueza y la sinceridad en lo escrito, en lo narrado. La escritura debe surgir de la vida misma, ofreciendo ideas y signos que sean comprensibles, incluso desde nuestras propias limitaciones. A veces, es un reto encontrar las palabras "justas", pero el esfuerzo vale la pena.

Es fundamental, en este camino, abrazar la escritura como base, como núcleo de nuestro ensayo. Sin embargo, también debemos ser conscientes de no forzar a nadie a escribir si no lo desea o si siente que no es el momento adecuado. Escribir sin presiones ni interferencias, en un espacio de libertad, puede motivar a muchos, especialmente a los jóvenes, a adentrarse en esta danza de pensar y escribir. Este acto puede ser tanto una acción ética como un ejercicio intelectual que nos conecte con el mundo.

El texto que vayamos configurando o desfigurando, como un mosaico de pensamientos, llevará consigo un “sello propio”. Al expresar nuestras ideas, los matices de nuestra voz se entrelazarán, permitiéndonos explorar nuevos caminos. Nos atreveremos a imaginar formas distintas de ver, pensar y escribir, a iluminar el mundo de la vida (lebenswelt) desde esa originalidad infinita que todos poseemos. Tal vez, al hacerlo, podremos descubrir nuevas luces que iluminen no solo nuestro mundo, sino también el de aquellos que nos rodean.

Esa claridad de vista de la que hablo es, ante todo, sinceridad y franqueza. Me ilumina las limitaciones, los déficits y las flaquezas de mi personalidad como escritor. Sin embargo, esta luz me permite ver, pensar y escribir sin tanta oscuridad, sin la niebla y el brumo mental que a menudo me envuelven. Es un esfuerzo por aproximarme, en la medida de lo posible, a la Verdad. Pero, ¿qué Verdad? La que, por los caminos tradicionales y habituales, más que acercarnos, nos han desviado a una verdad mentirosa, a un mundo engañador, a una pérdida de sentido, de valores, de pluralidades. Como bien señala Jesús Conill, estamos navegando hacia un “estado intermedio de nihilismo”. Esta referencia no es casual; al leer y “entrar” en sus ideas, he encontrado en su teoría una crítica que me invita a explorar desde el origen, desde el cuerpo, desde lo carnal y lo cotidiano, hacia la experiencia filosófica y mística de cada uno. Es un viaje hacia ese SER MENSAJERO del que hablaba en líneas anteriores, pero que también abre un horizonte hacia el FUTURO LECTOR-receptor. Serán ellos, los hermeneutas del mañana, quienes recibirán nuestros mensajes y que interpretarán nuestros pensamientos, signos y símbolos.

Hoy, la tecno-racionalidad o racionalidad instrumental en la que estamos inmersos, para bien o para mal, ejerce una influencia y poder desmesurados en nuestras vidas. Lamentablemente, nos aleja de la Humanidad y de una cultura verdaderamente humanizada. Este fenómeno no solo nos distancia del Ser humano, sino también de nosotros mismos y de la ética que necesitamos para construir nuestras vidas. Jesús Conill, filósofo y profesor español, será un faro que iluminará y complementará el desarrollo de lo que vengo explorando en este diálogo entre pensar y escribir. Así, los futuros lectores-interpretes, en compañía de Nietzsche y, especialmente, de Ortega y Gasset, podrán reforzar sus ideas y enriquecer mi escrito. Los invito, como siempre, a profundizar en las obras de estos autores, en sus libros, conferencias y ensayos, si desean ahondar más en sus pensamientos.

Voy a esbozar, de manera esquemática, mi adentramiento en la genealogía hermenéutica. Lo haré de este modo por dos razones: primero, porque no tengo el bagaje filosófico de un profesional, y segundo, porque no deseo ser extenso ni cansar al lector.

El profesor Conill introduce a Nietzsche como uno de los “padres” de la Hermenéutica, proponiendo una perspectiva que él denomina Genealógica. A través de este enfoque, podremos comprender la racionalidad instrumental, no tanto en lo que es, sino en lo que nos dice. Debemos acercarnos, por tanto, no solo a través de la razón, que está tan instrumentalizada, sino por otra vía: el Cuerpo. Es en la intimidad de lo ínsito del Ser donde reside la originación de lo que somos. Hay un “cuerpo que nos habla”, un cuerpo que debemos interpretar, hermeneutizar. Nietzsche afirma: “En el cuerpo habita el sí mismo…sabio y poderoso”.

La importancia del cuerpo, de esa interioridad tan íntima y profunda, radica en que es creadora, originaria. Desde la niñez, nuestra corporeidad nos impulsa a “hacer cosas”, y con el paso del tiempo, comenzamos a profundizarlas, teorizar sobre ellas, a meditar y finalmente a pensar, a racionalizar. La génesis de nuestro pensamiento está entrelazada con nuestra intimidad corpórea; detrás de todo lo que hacemos, decimos o creemos, detrás de nuestras religiones, dogmas y teorías, late una fuerza vital que ordena y manda. Es aquí donde reside la necesidad de decodificar, de desentrañar los actos humanos para comprender su verdadero sentido.

Pero en la época actual, este sentido íntimo se ha desvalorizado, sustituido por el espectáculo, la pura exterioridad. La apariencia reina. No pretendo, con ello, defender un subjetivismo radical, pero sí reivindico esa fuerza humanizadora que habita en cada uno de nosotros: una energía escritora, relatora, mensajera. Negar esta fuerza es negarnos a nosotros mismos, pues está inscrita en nuestra carne, en nuestros sentimientos, afectos e impulsos, esos que son determinantes en la construcción de los valores que sostienen la ética. Esa intimidad, esa vivencia única y particular, nos convierte en mensajeros de nuestra propia experiencia, y me atrevo a decir que debemos Ser mensajeros, a pesar de las fuerzas externas que intentan homogeneizarnos, moldearnos y controlarnos.

Con coraje, tiempo y coherencia comprometida, podremos superar esas fuerzas alienantes y, con verdadero valor, ser mejores. No solo como individuos, sino como ciudadanos. Porque es en la ciudadanía, en el espacio compartido con otros, donde nos transformamos. Hoy en día, somos ciudadanos con derechos y obligaciones, viviendo bajo una libertad que debe estar ligada a la justicia. La figura del ciudadano me parece esencial, más que la de la persona o el individuo. La persona, en muchas sociedades, puede ser libre pero injusta; puede no respetar al otro porque su entorno no la obliga ni la guía hacia esa justicia. El individuo, por su parte, es demasiado personal, demasiado Yo, mientras que lo que necesitamos es salir de esa esfera para encontrarnos con el otro, en el espacio común de la ciudad.

Como Gabilondo nos recuerda: "Derecho a la diferencia, pero sin diferencia de derechos". Y en ese sentido, prefiero el ciudadano, porque es en la ciudad donde podemos ver, escuchar, hablar, problematizar y discutir. Es en la calle, no en el hogar, donde la vida se confronta, donde se puede criticar y deliberar, para luego llevar esas ideas filtradas de vuelta a la esfera personal. Solo después de habernos encontrado en el espacio común, podemos volver a casa y personalizar, individualizar lo que hemos vivido en comunidad. Es en este proceso de deliberación colectiva donde el hogar, la primigenia institución, puede revitalizarse.

Siguiendo la senda marcada por el profesor Conill, pero ahondando desde la perspectiva de Ortega y Gasset, llegamos a una clave filosófica donde el pensar y el escribir se entrelazan de una manera profundamente humana. Ortega, con su raciovitalismo, nos invita a mirar más allá de lo meramente racional y objetivo, para abrazar una interpretación vital de la realidad. Es decir, que la vida misma, con su flujo constante y sus particulares matices, se convierte en la fuente más auténtica de conocimiento, y la escritura, en el vehículo por el cual esa vitalidad se transforma en saber compartido.

Ortega, al igual que Nietzsche en su aproximación genealógica, nos acerca a una hermenéutica de la experiencia, donde el relato individual, cargado de vivencias y subjetividad, puede llegar a decir más que los análisis científicos sociales que dominan las estructuras académicas. Esos escritos particulares, esas experiencias narradas desde la interioridad, tienen el poder de revelar verdades que a menudo escapan a la fría objetividad de las ciencias sociales. Al contar nuestra historia, estamos ofreciendo algo más valioso que una mera descripción; ofrecemos una visión del mundo, un atisbo de realidad que espera ser interpretado por otros. Y aquí es donde se revela la importancia de no quedarnos a mitad de camino, de no temer al acto de escribir, aunque sea nuestra primera vez o la centésima.

Este “más de lo que creemos” que habita en nuestra escritura, nos impulsa a proyectarnos hacia afuera, a salir de nosotros mismos para ser descubiertos, interpretados por el otro. Aquí no hay espacio para un subjetivismo egocéntrico, donde la conciencia queda encerrada en sus propios límites. Al escribir, especialmente con una ética de la responsabilidad, estamos abriendo nuestras vivencias y pensamientos al futuro, al encuentro con los demás. Como señala Ortega, es en la acción de proyectar nuestra vida, de relatarla y compartirla, donde realmente nos construimos como seres históricos y narrativos. Es a través de esta “razón vital” —histórica y narrativa— que damos sentido a nuestro ser en el mundo, y es en ese acto donde nos encontramos con los otros.

No podemos ignorar la tradición de la que venimos. Victoria Camps nos recuerda que hemos oscilado entre el reduccionismo racional —donde la emoción era vista como la raíz de todos los males— y el reduccionismo emocional, que nos invita a sentir antes que a pensar. En este contexto, Camps nos propone algo fundamental: buscar un equilibrio. Este equilibrio, entre lo racional y lo emocional, entre el otro y el yo, es el punto de partida para un pensar y escribir genuino. No se trata de aspirar a la perfección o a la coherencia absoluta. Como seres humanos, es inevitable que nos equivoquemos, que en ocasiones nuestras palabras sean incomprendidas o incluso retorcidas. Pero lo importante no es la perfección; lo crucial es la responsabilidad y la valentía de salir al encuentro del otro a través de la palabra escrita.

La escritura, entonces, no se trata de sobresalir, de triunfar o de alcanzar el éxito individual, como tantas veces se predica hoy en día. Se trata de una entrega profunda, de un acto de valor que busca el bienestar común, una proyección hacia el futuro que va más allá del mero yo. Ortega nos enseña que el ser humano no es un ser solitario, encerrado en su subjetividad, sino un ser que se proyecta constantemente hacia el mundo y hacia los otros. Y en esta proyección, la escritura juega un papel crucial, al ser un acto de comunicación, de interpretación y, sobre todo, de construcción conjunta de sentido.

Es cierto que, en esta era tecnológica, muchos podrían argumentar que no tienen tiempo para escribir, o que no están acostumbrados a redactar textos. Sin embargo, la llegada de los mensajes de texto y aplicaciones como WhatsApp ha demostrado que, de hecho, todos tenemos una capacidad innata para escribir. Si lo pensamos bien, muchos de nosotros podríamos fácilmente escribir un libro con las palabras que tecleamos en nuestros dispositivos cada semana. No se trata solo de escribir, sino de poner en funcionamiento esa capacidad humana de organizar pensamientos, de meditar sobre ellos, de releer y reescribir. No se trata de pasar todo el día haciéndolo, sino de darle la importancia que merece, tomarse un momento para ordenar nuestras ideas, para ponderar lo que queremos transmitir a los otros.

Escribir con el corazón…cordialmente, al fin y al cabo, es un acto de responsabilidad. Un compromiso ético con el futuro, con los lectores que vendrán. Y lo que debemos ofrecer en ese futuro es un mensaje sensato, útil, comprometido y maduro. Esa es la verdadera labor del escritor autodidacta-mundano: proyectar su vida, su experiencia y su pensar hacia el horizonte de la interpretación, esperando ser encontrado, comprendido y transformado por los otros.

–“¿Pero si el pensamiento está tan denostado? ¿Qué pedís?”, me interpelan algunos.
Lo que pido es simple: que dejemos de lado las excusas vacías, las hipocresías que nos envuelven como un manto invisible, disimulando nuestra propia apatía. No se trata de pedir tiempo, porque tiempo hay, y se encuentra en esos momentos desperdiciados en habladurías sin sentido, en la obsesión con el “cholulaje”, en el chisme que erosiona, en la estupidización que nos traen los smartphones y los medios, en la eterna distracción del espectáculo vacío, de la consola de videojuegos o el último programa de moda. Estamos inmersos en una vorágine de superficialidad, en una sociedad consumista que se devora a sí misma, impulsada por un deseo insaciable de novedades que se extinguen antes de ser comprendidas.

¿Curiosa ironía? No tanto, quizás, al observar el verdadero significado de “frivolidad”. Del latín frivolus, esta palabra designa a quien no tiene valor, a quien no valora. Frívolo es quien se desquebraja, quien no es íntegro. Y esa fractura, esa dispersión, atenta contra la humanidad misma. Al quebrarse, se disuelve su esencia, se apagan sus valores intrínsecos y todo se convierte en lo instrumental, lo superficial. Aquí, en esta dinámica, la ética pierde su voz, pierde su lugar. Lo trágico es que muchos, la mayoría quizá, viven bajo esta frivolización, esta banalización de lo humano.

Es un fenómeno peligroso. Vivimos en tiempos donde tanto el bien como el mal se hacen con una ligereza que asusta, como si fuera simplemente parte de la rutina diaria. Pero hacer el bien de manera banal, aunque imperfecto, puede pasar. Hacer el mal con esa misma ligereza, sin conciencia, sin reflexión, es una amenaza a nuestra humanidad. Nos acercamos, peligrosamente, a las puertas del nihilismo. No solo estamos perdiendo los valores fundamentales, sino que estos se transforman, mutan en su propia sombra: disvalores que atentan contra la comunidad, la cordialidad, la posibilidad de vivir juntos de manera humana.

En este contexto, escribir es un acto de resistencia. Escribir es detener el flujo frenético del vacío y ponerle palabras a lo que se desvanece en la frivolidad. Cada palabra escrita, cada reflexión compartida, es una lucha contra la dispersión, contra la desintegración. Es un intento por recuperar la integridad, la profundidad, la humanidad que parece desvanecerse en la espuma de la vida moderna.

No se trata de escribir para sobresalir, para obtener éxito o reconocimiento. Se trata de escribir para ser responsables, para compartir un mensaje que aporte, que inspire, que conecte. Escribir es una forma de mantener viva la llama del pensamiento, de la conciencia, en medio de la trivialidad que nos rodea. Cada relato, cada reflexión, es una ventana que abrimos para el futuro, una puerta que dejamos entreabierta para que otros, los lectores que vendrán, encuentren en nuestras palabras un camino hacia una humanidad más consciente, más íntegra, más plena.

Por eso, escribir no es solo un acto de creación personal, es un deber hacia los otros, una responsabilidad hacia el mundo que habitamos y que construimos con cada gesto, cada palabra, cada silencio. Dejemos de lado las excusas y las distracciones. Tomemos el tiempo para pensar, para escribir, para compartir lo que somos y lo que aspiramos a ser. Porque en cada palabra escrita, en cada pensamiento plasmado, nos encontramos con nosotros mismos, y con los otros, en la tarea eterna de construir juntos una vida con sentido.

Por último, pero no menos importante, dejo unas reflexiones y o pensares de unas de mis autoras favoritas: María Zambrano, con su razón poética. Ella nos invita a trascender la lógica puramente racional y conectar con lo más profundo de nuestro ser, con lo que "sentimos, imaginamos y soñamos". Escribir, desde esta perspectiva, no es solo un ejercicio técnico o superficial, sino un acto que puede descubrirnos a nosotros mismos y proyectarnos hacia los demás, en busca de una verdad vital.

Como ella misma señala, la persona es un ser en constante construcción, en diálogo consigo misma y con el otro, y es en este intercambio donde nace la verdadera humanidad. "La esperanza fallida se convierte en delirio", escribe Zambrano, sugiriendo que la pérdida de conexión con nuestras raíces humanas y trascendentes nos deja vacíos, vulnerables al nihilismo y la banalidad que tanto he señalado en este escrito. Es por eso que, desde su óptica, la escritura es una manera de proyectarse hacia los demás, un modo de no quedarse en el aislamiento del yo, sino de proyectar una verdad compartida, histórica y vital​

Escribir, entonces, no es solo una herramienta para expresar ideas, sino para recoger la historia y construir comunidad, tomando conciencia del valor intrínseco de lo humano, lo que trasciende y se proyecta en la búsqueda de lo colectivo.

 

Continuará...

  

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